Anduvo por las calles, buscando inconscientemente las más oscuras, feliz de estar solo y de sentir el aire nocturno en la cara. Las calles estaban atestadas. Las gentes lo empujaban al pasar, lo miraban desde umbrales y ventanas, hacían francos comentarios sobre él -por la cara no se podía adivinar si inspiraba simpatía o no- y a veces se detenían para observarlo.
"¿Hasta qué punto son amistosos? Sus caras son máscaras. Todos parecen tener mil años. La poca energía que poseen se reduce al ciego, masivo deseo de vivir, porque ninguno de ellos come lo suficiente para tener fuerzas propias. ¿Qué piensan de mí? Probablemente nada. ¿Me ayudaría alguien si tuviera un accidente? ¿O me dejarían tendido en la calle hasta que la policía me encontrara? ¿Qué motivo tendría alguno de ellos para ayudarme? No les queda religión. Saben lo que es el dinero y cuando lo consiguen lo único que quieren es comer. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Por qué me pongo así con ellos? ¿Sentimiento de culpa por estar sano y bien alimentado? Sin embargo, el sufrimiento se distribuye por partes iguales entre los hombres: cada uno ha de aguntar el mismo fardo..." Algo le decía que esta idea era falsa, pero en aquel momento era una creencia necesaria: no siempre es fácil soportar las miradas de los hambrientos. Con esas ideas podía seguir caminando por las calles. Era como si él o los otros no existieran. Ambas suposiciones eran posibles. La criada española del hotel le había dicho ese mediodía: La vida es pena. "Así es", contestó, sintiéndose en falso, preguntándose si un norteamericano puede, sin mentir, aceptar una deficinión de la vida como sinónimo de sufrimiento. Pero en ese momento aprobó el sentir de la mujer porque era vieja, reseca, tan visiblemente pueblo.
El cielo protector (1949)
Paul Bowles (Nueva York, 1910, Tánger, 1999)
Traducción de Aurora Bernárdez