27 junio 2007

Le está corrompiendo el alma la doctrina del Arte por el Arte, que, por muy francesa que sea, es una doctrina reaccionaria. El Arte, o sirve al progreso o no sirve para nada. ¿Por qué pierde el tiempo en inventar sufrimientos de amor y ponerlos en verso, si sus amores sólo a usted le conciernen? Aparte, amigo mío, de que uno de los daños peores que pueden inflingirse a las generaciones futuras es mantenerlas en la creencia de que el amor es cosa cuasidivina. Al amor hay que desacralizarlo, y a los jóvenes hay que imbuirlos en la idea de que eso que hasta ahora se llamó Amor, con A mayúscula, no es más que el despliegue coaccionado, cuando no impedido, de la sexualidad, actividad natural que los hombres nos hemos empeñado en mixtificar por el procedimiento de hacerla difícil o imposible. Si usted, en vez de abstenerse de todo contacto con hembras en nombre de la fidelidad a una mujer que no existe, participase de las metódicas, casi diría en las científicas orgías a que, en fechas fijas y con sincronismo gimnástico, nos entregamos sus amigos, comprobaría que eso que llama Amor no es otra cosa que el resultado de las perturbaciones causadas por la acumulación de semen en las vesículas de Graaf, las cuales, una vez vacías, dejan de enviar venenos al cerebro hasta que vuelven a llenarse. No niego que el ejercicio del sexo sea una actividad placentera, pero también lo es merendarse una empanada de lambreas, y no por eso se nos ocurre inventar una metafísica de la merienda, menos aún considerar que la secrección de jugos gástricos, la masticación, la deglución, la digestión y la defecación sean operaciones trascendentales y misteriosas que unas veces conducen al hombre a la ataraxia y otras a la tragedia. No, amigo mío, no hay que desquiciar las cosas, ni como vulgarmente se dice, mear fuera del caldero. El Amor no existe, existe el sexo. Y el sexo ocupa un lugar importante dentro de las actividades normales del hombre natural, pero de las meramente fisiológicas. Lo que llamamos Amor podría muy bien denominarse una compilación artificial añadida por cientos de generaciones de cerebros ociosos a la cosa más natural del mundo. Y cuento entre ellos, ante todo, a los poetas, que se han apoderado del sexo como de cosa exclusiva, han causado con ello a los hombres un daño irreparable y han pretendido, por ello mismo, constituirse en ciudadanos excepcionales, en intérpretes del Misterio Universal, en los mensajeros de la Divinidad.


La saga/fuga de J. B. (1972)
Gonzalo Torrente Ballester (La Coruña, 1910-Salamanca, 1999).

15 junio 2007

Acabo de recordar que era el juego favorito de Lisa. Después de una gran nevada, íbamos a un patio con algunos amigos. La nieve formaba una capa compacta, virgen. Bertha era la encargada. Nos cogía de las manos mientras giraba sobre sus talones, dábamos vueltas alrededor de ella sin tocar el suelo con los pies. Entonces nos soltaba y cada uno caía con una postura distinta en la nieve. Teníamos que quedarnos en la posición en la que nos habíamos caído. Cuando todos estábamos así, tirados en la nieve fresca, empezaba la parte más bonita del juego. Había que levantarse cuidadosamente, para no estropear la huella de la nieve. Las comparábamos. Por supuesto todos habíamos intentado caer en la postura más inverosímil, con los brazos y las piernas por todos lados. Entonces, nos íbamos y allí se quedaban las marcas blancas de esas flores y los tallos eran nuestros pasos.

(última página)

The favorite game
(1963), de Leonard Cohen (Montreal, 1934).
Traducción del francés de Rebeca Pulgar, alias Reb.

10 junio 2007



EL LIBRO INFINITO DE BORGES POR LANDERO


[...] el hombre (o, para ser más exactos, la burguesía) ha creado un laberinto ante el cual las ocho maravillas juntas son un juego de niños. Ese laberinto, claro está, es de papel. McLuhan lo llamó galaxia Gutemberg. Desde cierto punto de vista intelectual, el mundo es una enorme biblioteca. Los libros se aluden unos a otros: se invocan, se refutan, se amplían, tienden entre sí puentes invisibles, hay pasadizos que comunican los libros de tu casa con los que tu amante o tu enemigo tienen en las suyas, y también hay pasadizos en el tiempo que unen nuestros libros con los que tuvieron y frecuentaron Goethe o Galdós. Todo eso ha creado una urdimbre de afinidades intelectuales, de sobrentendidos, de querellas..., en fin, un repertorio inagotable de vínculos y agravios afectivos. Es más, Manuel tiene la convicción de que a Berta, la hija que tuvo Emma Bovary, y de la que apenas se habla en la novela, la volvemos a encontrar años más tarde convertida en Nora, la heroína de Casa de muñecas de Ibsen, la cual a su vez tuvo otra hija, que fue Greta Garbo. Greta Garbo, siguiendo el ejemplo de su abuela y de su madre, viste pantalones y camisas holgadas, fuma con solvencia viril, se corta el pelo a lo garçon, disimula los senos y las caderas y atenta así contra la imagen exclusivamente maternal de la mujer. A Emma y a Nora les hubiese gustado ser Greta, y sus rebeldías más o menos frustradas las viene a cumplir su descendiente mucho tiempo después, cuando esa rebeldía es históricamente posible. Y También Manuel reconoce a Edipo por la inconfundible fatalidad con que, cegado esta vez por el sol, comete un crimen en una playa solitaria de Argel, convertido en Mersault, el héroe de Camus. Los libros, todos juntos, parecen formar un único libro infinito, como quería Borges.

[...]

Y ahora Manuel recuerda que, cuando su abuela le contaba los cuentos, él la interrumpía a veces para preguntarle detalles no previstos en el relato. ¿Y Juan Soldado fue también a la escuela como yo? ¿Y qué hace ahora que es viejo? Y la obligaba a dar saltos en el tiempo y a contar como Faulkner. ¿Y qué es lo que pensó exactamente el príncipe cuando entró en la cueva del dragón? Y la obligaba a explorar las sensaciones más sutiles de la memoria y la conciencia, como si fuese Proust. A veces Manuel piensa que su abuela y él, años antes de Tiempo de silencio y de Benet y de Juan Goytisolo, renovaron a su modo la narrativa española.
Y es que los dos vivían ya entonces, sin saberlo, dentro del laberinto de papel.


Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), Entre líneas: el cuento o la vida; Tusquets, 2001