Ronca despierto un monstruo en la insondable opacidad, uncido al carro para labrar una vez más el surco donde antes sólo jugaban con el barro las sanguijuelas. Golpea un puño, avanza un brazo cómplice antiguo de otros brazos que arrancaron a golpes de azadón y apuntalaron la cavidad inmensa con hierro y cemento. Trepanaciones eléctricas sobre el cráneo abierto de la naturaleza. Brillos de carbuncio. Hurgan los bisturíes, taladran las barrenas, penetran las carcomas: cenizas y rescoldos, escorias de calavera.
Y mientras tanto tú, como el tren en el que viajas, te sientes envuelta por las tinieblas, mecida por un tumulto de trepidaciones, engullida por la oscuridad, quién sabe si devuelta a las oscuras aguas que -cuando no eras ni niña ni pez- acunaron la progresiva transformación de un feto. Y te das cuenta de que tu matriz es ahora el pozo de turbios humores donde una ligera vibración ha levantado la onda cuyo círculo, lentamente dilatado, provocará un temblor ligerísimo en cada molécula, en cada célula, y pondrá en movimiento delicados mecanismos, intrincadas estructuras proteicas que habrán de precipitarse y tejerse y entrelazarse laberínticamente hasta entregar un pálpito, una pulsión, un aliento.
Una primavera para Doménico Guarini, 1980
Carme Riera (Palma de Mallorca, 1948)