La mujer
Tú venías con la cara manchada de ojos y tonterías. Yo te recibí inmersa en tus huecos oculares, decididamente abocada a terminar contando de forma estúpida la totalidad de tus pestañas. Todo eso en una tarde de finales de agosto. El mes de julio yo lo había ocupado en deshacer ciertas nostalgias inventándome otras, y tú en desempapelar tu vida de forma involuntaria. En tus ademanes siempre pareció que lo hacías todo sin querer, como resignado a los movimientos de la vida, al asfixiante nudo al que todos estamos atados. Te conocía desde hacía tiempo, eso ya lo sabes. Pero nunca te vi desde tan cerca. Dabas vértigo, a pesar de que yo estaba pausada, coartada, amarrada a varias pasiones no traumáticas que me habían desterrado del anonimato que da el desamor: ese dolor tan vulgar. Alguna que otra casualidad (el robo en Noruega de un cuadro de Munch a manos de un ladrón armado) nos unió de forma no duradera, pero esporádicamente eterna. Por aquellos tiempos yo solía recibir proposiciones indecentes y bailaba descalza entre los dos altavoces de mi equipo de sonido, en una atalaya improvisada. El mundo rodaba encima de nuestras cabezas de forma criminal, pero nos empeñábamos en morder sólo el lado bueno de la sandía. El rojo, siempre el rojo. En eso llegaste tú, ya te digo. Yo guardé mis armas de fuego y te llevé al mar. Tú te dejaste hacer, porque en el fondo lo hacías todo. Me encrucijabas. Tu improvisación en mi vida fue como algo cuidadosamente escrito desde los tiempos del látigo y la ruina, como la sorpresa que uno espera y teje, y teje, y traga. Y llega. De todos modos sabes que ésta no es mi historia, sino la tuya. Yo sólo presté la piel y otras cosas más importantes.
Te llevé al mar; pero antes estuvimos horas detenidos, como si estuviéramos solos, con esa forma de estar de los hermanos, de los espejos enfrentados, haciendo de los minutos una partida ganada, mirándonos de vez en cuando, tocándonos casi siempre, convirtiéndolo todo en sexo: la clavícula mojada, el bandoneón de la canción número quince, las gafas, los cojines del sofá, las baldosas calientes del suelo del tercer piso, letras de Neruda, los anillos de nuestros dedos, la criptografía de nuestros cuerpos.
Orgasmos, al fin y al cabo, que nos dieron un poco de vida, aunque nos supieran a muerte (por eso quizá lloré, no te asustes: también sé llorar de placer). Estuvimos horas detenidos, electrocutados, siendo sólo lo que éramos. Ni más ni menos de lo que éramos. Haciéndonos caso.
Luego te llevé al mar.
Supe que tenías sed. Pero supe, también, que tu boca es un barco inmóvil que no se sacia nunca. Tú del mar no sabías nada. El mar de mí lo sabe casi todo. Te dejé en la orilla y me senté a observar sobre una duna que nunca cambió de sitio; no quise despedirme otra vez. Sabía que volveríamos a vernos.
Extracto del libro Cuatro veces fuego de Lara Moreno, que publicará Tropos en septiembre