Soy un hijo de puta, pero si pellizcas mis labios le doy candela al corazón. Jugamos en un cuarto, los besos pájaros enredados, hojas de palmera, banderas podridas. Soy un hijo de puta el noventa por ciento de la semana, peleo con sombras, defiendo mi reino cochambroso, capullito pelado con el cerebro adormecido. Verónica, mastico tu nombre, y tus labios laten con malicia. Soy, te lo digo, un hijo de puta. Sabes cuánto duele y cómo me esfuerzo.
Cuando llorar no es suficiente recompondrás las piezas.
Di que me amas, dilo otra vez, dilo o, mejor, despega hacia la estratosfera, despliega máscaras con abrasiones de saliva, la mascarada de nuestro amor suicida.
Fallé.
Lo sé y lo siento.
Mi propia voz en off repite palabras, y si te vas me arrolla el frío, un coche cruje mi costillar y mi corbata, abrazado a los peces nocturnos con los ojos abiertos que copulan unos sobre otros en la profundidad azul petróleo del mar de los sargazos, y bebo cocacola entre tus muslos, escapo del tenedor eléctrico y esnifo cadaverina.
Somos viajeros siderales en un cuarto con vistas al desagüe, un animal hambriento en nuestra habitación secreta.
Lejos de tu boca, nena, soy, lo sé, un chucho acobardado, condenado a estar solo, medio muerto o medio vivo, y discretamente, poco a poco, meto la mano entre tus bragas, experimento tu carne nómada, solo y contigo, encolado, encoñado, encamado a tu clítoris como una bala de plata rosa.
Solo contigo, solo por ti, ya mereció la pena.
Julio Valdeón Blanco (Valladolid, 1976)
Primer capítulo de Verónica