(Para Nano)
Yo nunca tuve mucha confianza en mi cuerpo, ni siquiera mucho conocimiento de él. Mantenía con él algunas relaciones que tan pronto eran claras u oscuras; pero siempre con intermitencias que se manifestaban en largos olvidos o en atenciones súbitas. Lo conocían más los de mi familia. En casa lo habían criado como a un animalito, le tenían cariño y lo trataban con solicitud. Y cuando yo emprendía un viaje me encargaban que lo cuidara. Al principio yo iba con él como con un inocente y me era desagradable tener que hacerme responsable de su cuidado. Pero pronto me distraía y era feliz. En mi casa podía estar distraído mucho tiempo: ellos me cuidaban el cuerpo y yo podía enfrentarme a lo que me llegaba a los ojos: los ojos eran como una pequeña pantalla movible que caprichosamente recibía cualquier proyección del mundo. Y también podía entregarme a lo que me venía a la cabeza, que también eran recuerdos de los ojos o inventos de ellos. Esto lo podía hacer hasta cuando caminaba, porque si me dirigía adonde no debía, en mi casa se ponían delante o abrían los brazos y mi cuerpo se daba vuelta y se iba para otro lado. Estando lejos de mi casa mi cuerpo podía tirarse a un abismo y yo irme con él: lo he sentido siempre vivir bajo mis pensamientos. A veces mis pensamientos están reunidos en algún lugar de mi cabeza y deliberan a puertas cerradas: es entonces cuando se olvidan del cuerpo. A veces el cuerpo es prudente con ellos y nos los interrumpe: se limita a mandar noticias de su existencia cuando está cansado, cuando está triste o cuando le duele algo. Yo no sé quién lleva estas noticias ni qué caminos ha tomado para llegar a la cabeza. El recién llegado llama suavemente, empuja la puerta donde los pensamientos están reunidos, e inmediatamente el que va se transforma en otro pensamiento: este se entiende con los demás y da la noticia: allá lejos, en un pie, una uña está encarnada. Al principio los otros pensamientos no hacen caso al recién llegado, le dicen que espere un momento y hasta se enojan con él; pero el recién llegado insiste, y los otros tienen que suspender la reunión de mala gana y hacer otra cosa: tienen que volverse otros pensamientos y preocuparse del cuerpo. El cuerpo, a su vez, tiene que molestar a todas las demás regiones; entonces todo el cuerpo se levanta, va rengueando a calentar agua, la pone en una palangana y por último mete adentro la uña encarnada. Después vuelven los pensamientos a ser otros, a ser los que estaban reunidos a puerta cerrada y se olvidan del cuerpo y de la uña que ha quedado dentro de la palangana.
Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay, 1902-1964)
Extracto del cuento "Tierras de la memoria", recogido en este caso en Cuentos reunidos, editorial Eterna Cadencia, 2009.