Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan a domicilio con la silla adecuada, los estantes de diccionarios u enciclopedias, y ahora tal vez, con el ordenador. Y luego están estos otros, como yo, que quedan paralizados por el domicilio. Para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, o que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstói, que trabajaban en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe, en su cabaña; Proust, en la habitación tapizada de corcho. Por otra parte, entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero en Massachusetts lo echó a perder, o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o por necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra, y el último en una prisión en Siberia.
Por lo que me atañe (y por lo que me valga), he intentado escribir en lugares tan variados como una choza de barro africana (con una toalla mojada en la cabeza), un monasterio del Monte Athos, una colonia de escritores, una casucha en el páramo y hasta una tienda. Pero no bien llega la tormenta de arena , o comienza la estación lluviosa o un martillo pilón destruye toda esperanza de concentrarme, me maldigo y pregunto ¿qué estoy haciendo aquí, por qué no estoy en mi torre?
Una torre en la Toscana, de Bruce Chatwin (Sheffield, Yorkshire, Reino Unido 1940 - Niza 1989)
17 enero 2007
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7 comentarios:
Qué desperdicio, el amor, de aquellos años, llevándose a los más guapos. Los más inquietos. No puedo en este caso ser Igor, aunque sea el primero en recibirte. He visto su foto en la portada del libro con la mochila. He recordado que llevaba en ella media botella de champán y una lata (no recuerdo de qué), por si en la soledad de algún país lejano le llegaba la hora, él se imaginaba a la orilla de un río, recibirla como se merecía.
He leído dos de sus libros memorables.
Y he visto esa mirada más veces. En otros. Además de otras cosas, tuvo una vida feliz, para él y para ella, con su pareja femenina. La felicidad para quienes miran así, y para los suyos.
Una gran elección para espabilar estas playas, MIG.
Abrazo
leíste ya algo de Kapuscinski?
por cierto, nan, tengo un angel para ti, no sé si habrá sobrevolado berlin en algún momento de su corta vida, pero es de los de verdad. estoy esperando a que me lo manden en una calidad decente, cosa que puede llevar su tiempo =) todo lo bueno se hace esperar, dicen
ya estoy en los aleros de los techos del aire de Berlín, con las plumas de invierno y bufanda, que por fin se está enfriando Centroeuropa, para no perderme el paso de tu ángel. ¿Es de color verde y gris?
es la primera vez que vengo acá, he leido este primer post y voy a por los demás. Me ha gustado. volveré, eso es seguro.
Es un post muy aprovechable, Miguel. Podríamos confesarnos nuestras torres, ¿no? O al menos lo que se pueda asemejar a esos lugares donde nos gusta pararnos a escribir.
Yo al ínclito Ryszard Kapuscinski no lo he leído pero sí lo que han escrito sobre él y me ha interesado mucho.
El Chatwin me fascina. Me deja un sabor en la piel del ojo que me gusta volver a rumiar cuando pienso en los modelos que cada uno se pone desde chico a la proa de su barco.
Otras veces su oropel y sus manías de viajante anglosajón, cargado de botellas de vino y latas (eran de sardinas), me sacan un poco de quicio. Será la envidia.
Su pasión por el viaje es más bien la pasión aleatoria y sin embargo fascinante ("sin embargo" porque merece la pena tener ese tipo de pasión aleatoria. ¿O son aleatorias todas las pasiones?): el nomadismo como vida y, más allá, como opción vital.
Su pasión por el viaje es un tanto obsesiva, como su fetichismo, que comparto, aunque con ánimo más tranquilo. Ama los objetos, pero con una mirada barroca y contradictoria, esteta y un poco esquizofrénica.
Chatwin, qué canalla. Sólo he leído lo que de él dicen otros y ya me doy cuenta de que ha conseguido que yo lo vea tal como era: contradictoriamente y con fascinación.
Mmmmm. Torres. Apartamentos. Baños. Salas de espera. Para mí el ritmo de la escritura (todo lo escasa que sea) lo marca más la necesidad física que el lugar, sobre el cuál no tengo rutinas firmes. He escrito en los lugares que decía al principio y también en el tren, el avión, en las noches de insomnio tumbado de costado. Más o menos como todos, supongo.
Quizá lo más original haya sido escribirle una rapsodia homérica absolutamente insufrible a mi primera novia, tumbado en la cubierta del Egnatia II, una noche de agosto entre Brindisi y Patrás.
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