Érase una vez una princesa de ojos azules y cabello de oro viejo. Una princesa que sin dejar de ser princesa se dejaba acariciar como una gata sumisa con mis brazos de labriego; aunque a veces, un cuervo oscuro le cruzaba la mirada y entonces me buscaba con urgencia y tironeaba de mí hacia un placer inacabable con pericia de ramera. Una princesa que era infeliz porque debido al hechizo de un malvado brujo nunca podía ser enteramente mía. Una princesa que, desnuda en la humilde crisálida de mis brazos, me susurraba siempre las mismas preguntas, y yo respondía siempre que sí, que la amaba de verdad, que haría sin dudarlo cualquier cosa que ella me pidiese, cualquiera. Una princesa que me dio una daga plateada y me dijo que nuestra felicidad aguardaba en la punta de su hoja.
Una princesa que era todo cuanto yo tenía.
El brujo moraba en un pequeño castillo en las afueras de la comarca. Las lechuzas dormían, la luna brillaba plena y una sombra huidiza franqueaba el muro y se deslizaba entre los árboles, llorosos de otoño, con una daga de plata sedienta de felicidad quemándole el pecho. Fue encontrar la ventana indicada e irrumpir en su cubil con ojos de animal de monte. Fue atravesarle el corazón antes de que pudiera comprender y verle volverse rígido sobre la mesa, ganado por una muerte intempestiva y mísera, esparciendo papiros y cartografías celestes sobre la moqueta. Fue cerrarle los ojos con unos dedos asesinos que también entendían de piedad. Aullaban las lechuzas, la luna brillaba plena y una sombra huidiza corría entre los árboles, llorosos de otoño, sin mostrar sorpresa ante ese regusto amargo que le traía la felicidad.
Sin dejar de correr hacia el muro, pude ver a los sicarios del brujo arremolinándose tras la piedra. Pude oír cómo sus gritos rasgaban la noche, demandando una rendición que era desmentida por sus ballestas prestas y hambrientas, y no me detuve, porque correr era la única opción, porque mi destino ya había sido acordado desde mucho antes y aún quedaba tierra para mis Nike. Recibí una saeta en el pecho cuando ya tenía medio escalado el muro. Y tuve tiempo de absorber dos impactos más mientras contemplaba el brillo plata de la luna. La última de ellas me hizo caer hacia atrás y enterrar un rictus de dolor en la hojarasca.
Oí cómo la cancela era brutalmente descorrida y los maderos se desplegaban por el jardín, en busca de algún socio inexistente. El sangriento resplandor de las sirenas emborronaba de tragedia un mundo que la luna ya envolvía en papel de plata. Mientras me esposaban pude verla a ella, clavada en la puerta de la mansión con un camisón violáceo, luciendo la misma mirada desamparada con que se había dirigido a mí en el bar hace ya meses, haciéndome pensar en las princesas de cuentos de hadas mientras se dejaba invitar a una copa.
Métodos de supervivencia, de Félix J. Palma. Colección Calembé, 1999. Fundación Municipal de Cultura del Excelentísimo Ayuntamiento de Cádiz.
Una princesa que era todo cuanto yo tenía.
El brujo moraba en un pequeño castillo en las afueras de la comarca. Las lechuzas dormían, la luna brillaba plena y una sombra huidiza franqueaba el muro y se deslizaba entre los árboles, llorosos de otoño, con una daga de plata sedienta de felicidad quemándole el pecho. Fue encontrar la ventana indicada e irrumpir en su cubil con ojos de animal de monte. Fue atravesarle el corazón antes de que pudiera comprender y verle volverse rígido sobre la mesa, ganado por una muerte intempestiva y mísera, esparciendo papiros y cartografías celestes sobre la moqueta. Fue cerrarle los ojos con unos dedos asesinos que también entendían de piedad. Aullaban las lechuzas, la luna brillaba plena y una sombra huidiza corría entre los árboles, llorosos de otoño, sin mostrar sorpresa ante ese regusto amargo que le traía la felicidad.
Sin dejar de correr hacia el muro, pude ver a los sicarios del brujo arremolinándose tras la piedra. Pude oír cómo sus gritos rasgaban la noche, demandando una rendición que era desmentida por sus ballestas prestas y hambrientas, y no me detuve, porque correr era la única opción, porque mi destino ya había sido acordado desde mucho antes y aún quedaba tierra para mis Nike. Recibí una saeta en el pecho cuando ya tenía medio escalado el muro. Y tuve tiempo de absorber dos impactos más mientras contemplaba el brillo plata de la luna. La última de ellas me hizo caer hacia atrás y enterrar un rictus de dolor en la hojarasca.
Oí cómo la cancela era brutalmente descorrida y los maderos se desplegaban por el jardín, en busca de algún socio inexistente. El sangriento resplandor de las sirenas emborronaba de tragedia un mundo que la luna ya envolvía en papel de plata. Mientras me esposaban pude verla a ella, clavada en la puerta de la mansión con un camisón violáceo, luciendo la misma mirada desamparada con que se había dirigido a mí en el bar hace ya meses, haciéndome pensar en las princesas de cuentos de hadas mientras se dejaba invitar a una copa.
Métodos de supervivencia, de Félix J. Palma. Colección Calembé, 1999. Fundación Municipal de Cultura del Excelentísimo Ayuntamiento de Cádiz.
ISBN:84-89735-87-1.
DL CA-175/99.
3 comentarios:
Bueno, mía, mía, no es...
Lo que es de todos es mucho más nuestro que lo que poseemos en soledad.
Me ha encantado, amigo. Es una escritura que te atrae y te deja más sabio.
Gracias. ¿Alguien se ha metido en la página de esta chica que escribía página (varias veces, aliterantemente) sin tilde? Que avise el que sí.
(El señor me perdone la maldad que gasto últimamente).
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