15 diciembre 2009

Palabras traicioneras. Cuando hablamos sobre nosotros mismos, sobre los demás, o sencillamente, sobre algunas cosas, deseamos revelarnos en nuestras palabras, podría decirse: queremos dar a entender lo que pensamos y sentimos. Dejamos que los otros echen una ojeada a nuestra alma. (We give them a piece of our mind, como se diría en inglés). Me lo dijo un británico mientras estábamos parados en la cubierta de un barco. Es lo único bueno que me traje de ese país tan desacertado [...] En esa comprensión del asunto, somos directores de escena soberanos, los dramaturgos con capacidad de autodeterminación en lo que respecta a la apertura de nosotros mismos. Pero quizás eso sea absolutamente falso, ¿o no? ¿Un autoengaño? Y es que, con nuestra palabras, no sólo nos revelamos, sino que también nos traicionamos. Revelamos mucho más de lo que pretendíamos revelar, y a veces es precisamente lo contrario. Y los demás pueden interpretar nuestras palabras como síntomas de algo que ni siquiera nosotros conocemos. Síntomas de la enfermedad de ser nosotros. Puede ser divertido cuando observamos a los otros de ese modo, puede hacernos más tolerantes, pero también puede ponernos la munición en la mano. Y si, en el instante en que empezamos a hablar, pensamos que los demás hacen lo mismo con nosotros, la palabra puede quedársenos atragantada y el susto puede hacernos enmudecer para siempre.

[...]

Vivo en mí mismo como en un tren en marcha. No he subido a él voluntariamente, no tuve opción y conozco el lugar de destino. Un día, en un pasado remoto, me desperté en mi compartimiento y sentí que avanzaba. Fue excitante, escuché el golpetear de las ruedas, saqué la cabeza al viento y disfruté de la velocidad de las cosas que pasaban junto a mí. Deseé que el tren jamás interrumpiera su viaje. En ningún modo quería que se detuviera en algún lugar para siempre.

Fue en Coimbra, en un duro pupitre de sala de conferencias, donde cobré conciencia de que no podía bajarme. No puedo cambiar la vía ni el rumbo. No determino el ritmo. No veo la locomotora ni puedo reconocer quién la conduce ni si el conductor ofrece una impresión fiable. No sé si interpreta correctamente las señales y se da cuenta cuando un cambio de vía está mal dispuesto. No puedo cambiar el compartimiento. En plena marcha, veo pasar gente y pienso: quizá sus compartimientos tengan un aspecto muy diferente al mío. Abro la ventana, me inclino bastante hacia fuera y veo que los demás hacen lo mismo. El tren recorre una suave curva. Los últimos vagones están todavía dentro del túnel y los primeros ya entran en otro. Quizás está viajando en círculo, una y otra vez, sin que nadie se dé cuenta, ni siquiera el conductor, ¿o sí? No tengo idea de cuán largo es el tren. Veo a todos los demás pasajeros estirando sus cuellos para ver y entender algo. Los saludo, pero el viento en contra se lleva mis palabras.

[...]

Traducción del alemán de José Aníbal Campos González.


Fragmentos del diario de Amadeu Prado, el joven médico portugués cuya historia fascinó a Raimund Gregorius en Tren nocturno a Lisboa (El Aleph, 2008), de Pascal Mercier (Berna, 1944).

3 comentarios:

Microalgo dijo...

En Coimbra.

Qué cosas. Yo viví dos años en esa ciudad, y también cobré conciencia allí de muchas cosas.

Y sí. Es una ciudad de pupitres antiguos y duros.

NáN dijo...

Los blogs nos permiten plantear un teorema: la longitud de los posts es directamente proporcional al tiempo que se tardan en comentar y al número de comentarios. También cabe una propuesta menor: la sinsustancialidad del comentarista es directamente proporcional a la profusión con la que comenta.

Ahí vamos. Desconocía a este autor. Me gusta su metáfora de la vida, aunque parece haber una contradiccón entre el primer extracto, que cree en la comunicación, aunque traicionada, y la del tren, que niega muy visualmente esa comunicación, con todos sacando el cuello por la ventanilla en los momentos apropiados para vociferar a quienes al final ni nos oyen ni lo que dicen podemos oírlo.

Es como si a lo largo de la escritura de la novela, hubiera perdido la fe en las palabras. Yo la mantengo, esa fe, aunque sea con todas las traciones y cortocircuitos del mundo. Aunque, como dice estupendamente, la conversación revele los "síntomas de la enfermedad de ser nosotros".

La literatura está en juego, amigo.

Miguel Marqués dijo...

Sí, Micro, Coimbra... Yo tengo recuerdos ambivalentes de aquella ciudad, por razones que no vienen al caso. Fueron apenas 36 horas de pasiones no encontradas, pero sí dispares, jeje. Me gusta lo del pupitre duro y antiguo.. Suena a nostalgia por la austeridad, el frío de los colegios mayores, la inflexibilidad escolástica de la universidad del "antiguo régimen". Según yo entendí, en el personaje, Raimund Gregorius, y por extensión en Amadeu Prado, esa nostalgia existe, pero se remite más bien a una imagen en que el "duro pupitre" hace referencia a una base espiritual (o moral, o educativa) que, siendo austera y rigurosa, casi cruel, quiere ser en Gregorius y sobre todo en Prado enormemente vitalista y conducente a un humanismo radical. Bueno, toda esta chapa le valdrá al que haya leído la novela. Perdonen la digresión.

Sí, el personaje parece desconfiar primero en una comunicación traicionada y traicionera para luego reincidir en ella con esa imagen de la vida como viaje, fácil primero pero bien desarrollada después. Los apuntes son de un Amadeu Prado casi adolescente, eso sí. Me quedo con la otra imagen, más sencilla pero más original, de la palabra como síntoma.

Y estoy totalmente de acuerdo con tu teorema :D