02 junio 2011

La leyenda de Arturo y Lidia Rágnell (Nacho Moreno)



Iba un día Arturito con su moto a todo trapo por la ciudad, quemando rueda, y no se dio cuenta de que se estaba metiendo en un barrio que no era el suyo. Su montura pisó una charco de aceite frente a la peluquería "Estilo's Unisex peluqueros-barra-as" y Arturito se vio volando por los aires, reflejado en el escaparate.

―Vaya tela ―dijo para sí mismo cuando logró levantarse de un parterre con palmitos secos― Aquí me las van a dar todas together.

En efecto. Aunque no poseía el don de la profecía, Arturo se encontró a la vuelta de la esquina con una banda de punkys con ganas de comer humano vivo. Rodearon al apuesto motero, que ya estaba rezando a la Casa Central de Yamaha, cuando se le acercó el punky más zarrapastroso del grupo. Por los tres kilos de piercings que llevaba el muchacho repartidos entre la cara y los pezones, Arturo dedujo que era el jefe.

―Eh, tú. Yo soy el jefe ―dijo el zarrapastroso, que al parecer era un hombre muy previsible―. Me llamo Moe. Te vamos a asesinar, a violar, a robarte, a torturarte y luego te acabaremos matando.

Arturo no estaba por la labor de corregir la secuencia lógica de alguno de los pasos que había enumerado el Acerico, así que guardó un digno silencio, para que al menos resultara un misterio para todos cuáles habrían sido sus últimas palabras ("todas together", concretamente). Pero, de pronto, el astroso marginal pareció dudar.

―Pero lo mismo te de perdono la vida. Porque te veo como muy enterao, y hay una duda que me roñe los entremeses. Si la resuelves, te escapas. Si no, pues no.
―Venga esa duda, oh, formidable punky ―en dificultades, Arturito se volvía un pelota de mierda.
―El punk ha muerto, imbécil. Nosotros somos New-Modal-Derty-Urban-Underclass. A ver si vas a acabar cobrando.
―No sé cómo he podido cometer semejante error. Pero estábamos hablando de una duda...
―Ah, sí. Los tripis me tienen la bola podrida y pierdo el hilo. Pues la duda que tengo es que quiero saber qué es lo que tienen las chorvis en la mollera. Las titis en la azotea. Las chochis tras el cejamen. Las pechugonas zorronas entre las asas. ¿Te coscas?
―Aunque me cuesta percibir en su totalidad la nous del problema, me parece que volicionas conocer qué es lo que desean las mujeres, así, en general.
―Ahí. Ahí le has dado, tronco. Como sé que es una cosa muy dificilísima, te voy a dar dos días: veintiocho horas. Si no vienes y me dices qué coño quieren las chochis, te vamos a buscar y te matamos a ti, a tu madre y a los seis que tu madre tiene escondidos en el armario, entre los que lo más seguro es de que se encuentre tu padre. Si vienes y me lo dices y yo voy y me lo creo, pues ni te matamos ni nada.
―Trato hecho, oh, muy legal New-Modal... esto... ¿No hay una manera más corta de decirlo?
―Junkers.
―Gracias. Pues eso. Muy legal Junker. Por mi Yamaha ahora en llamas que volveré en el plazo previsto y te traeré una respuesta que se te van a despegar los zurullos de las mallas.
―Fale, tronco. Pero de momento, mejor que dejes la cartera, el peluco y las gafas Ray-Ban, o lo que he dicho no vale ni hostias. ¿Tá claro?
―Diáfano.

Y allá que se fue nuestro héroe hacia su barrio, dentro del que no se sintió mucho más seguro porque os Junkers esos no parecían tener demasiada pinta de saber de geografía urbana. El tema de las fronteras, en concreto, tal vez no era el fuerte de aquellos chicos. Ya no quedaban puntos de referencia en un mundo en el que todo fluía.

Arturito preguntó y le dijeron muchas chorradas. Un buen marido, estabilidad laboral convenientemente remunerada, un currículum irrechazable, un cutis como el de una modelo sueca... Nada de eso parecía ser una respuesta adecuada para Acerico Man, así que pasaban las horas y Arturito se veía ya inmolado.

En esto andaba cuando vio pasar por la calle a la asistenta social que llevaba sus dos casos judiciales abiertos. Lidia Rágnell, que así se llamaba, tenía tres masters en psicología, trabajaba en un bufete de abogados además de desarrollar el trabajo de asistencia social para el Ayuntamiento y tenía una cara de entre choco de trasmallo y culo de burra que no había manera de mirarla de frente si no era en manifiesto contraluz.

―Esta hijaputa lo tiene que saber ―se dijo Arturito―. Señorita Ragnell, Señorita Ragnell. Aproxímeseme un momento. Le quiero efectuar una consulta.
―Ven tú pa cá, motero de mierda ¿Es que no tienes piernas a los lados de la churra, o qué? Míralo. Qué despojo humano. Qué gasto para la sociedad. Carne de cañón. Pasto de las ratas, de las drogas, del desempleo...
―Pues anda que no me alegro yo también de verla ni nada, Señorita Ragnell. Que es que quería hacerle una breve consulta. Un primito mío me ha preguntado que...
―Todos tus primos se han muerto de sida, imbécil. Cuéntamelo todo o te van a dar por saco. Y a pasito ligero, que no estoy en la calle para lucir las moyas.

Completamente vencido, Arturito le contó con pelos y señales su encuentro con los Junkers y la pregunta fatídica que le traía por el camino de la amargura. Lidia Ragnell soltó una carcajada que dibujó tal mueca en su boca que Arturo tardó aún seis meses en olvidarla.

―Yo te lo digo, no te preocupes. Y no dudes de que la que te daré es la respuesta correcta. Pero no te la voy a dar gratis, guiñapo.
―Huy. Mal rollete. ¿Costo? ¿Pastis?
―No, gilipollas. Tu amigo el Percebe.
―¿...? ¿Que se lo dé? Pero si no lo tengo...
―Mira que eres capullo. Lo quiero de amante incondicional.
―Ostia. Qué putada.
―¿Putada por qué?
―No, por nada, porque es muy tímido, nada más.
―Pues esta noche lo quiero con calzoncillos limpios a la salida del bufete, para que me lleve a cenar con su porsche y luego de folleteo a una de las mansiones del hampón de su padre. Allí, en la puerta del bufete, te daré la respuesta, si me traes a tu amigo. Andando, que para luego es tarde. Paso ligero, escoria.

Arturo estaba desolado. El Percebe era un imbécil que se dejaba estafar por sus amigos, pagaba siempre las copas y daba tabaco. Su padre era concejal de urbanismo y le sobraba el dinero por todos lados. Arturo temía que, si le comentaba la condición de Ragnell, el Percebe lo mandaría a la porra y entonces se le acabaría el chollo del gorroneo.

Pero el Percebe, además de imbécil era idiota, y sentía por Arturo una devoción rayana en la homosexualidad desde que éste le dio una palmada en la espalda y le dijo "¿Qué pasa, tío?". Tal muestra de cariño había anegado los ojos del Percebe durante casi una década, y aún le seguía emocionando cuando lo recordaba o veía un anuncio donde un muchacho volvía a casa por Navidad.

―Po vale. Po me la tiro. Po todo sea por un amigo.
―Percebe, tío. Es la Rágnell. ¿Tú te acuerdas de ella?
―Que sí. Que es como un turco estreñido con paperas. Pero por un amigo se hace lo que sea. Qué coño.
―¡Ay, Percebe! ¡No te quiero yo a ti ni na!

Esa noche llegaron Arturito y el Percebe a la puerta del bufete de abogados donde ejercía con notable éxito Lidia Ragnell. En cuanto salió por la puerta, la dama agarró al Percebe de un brazo y le tendió un sobrecito a Arturo.

―Ahí tienes la respuesta. Llévasela al Junker ese. Y tú, Percebe, al Porsche 911. Y ya puedes ir barruntando una erección, o te coso la cara a arañazos. Aire, Arturito.

Arturo llegó al barrio maldito, donde los Junkers estaban jugando en ese momento a beber gasolina y tragar cerillas.

―Aquí traigo la respuesta ―Arturo leyó―: "Las mujeres queremos hacer SIEMPRE lo que nos sale de la vagina. Y tú, Adelio, o te vuelves ahora mismo para casa y recoges tu habitación, o por el cabronazo de tu padre te juro que te tiro todos los vinilos al Canal de Isabel Segunda"
―Ondia ―susurró presa del pánico Moe―. La puta de mi madre.

Acto seguido arrancó de la mano el trozo de papel que llevaba Arturo y se dirigió al resto de su grupo.

―Bueeeno, troncos, creo que (bostezo) Oaaahhh, creo que me de voy a ir a mi queli un rato, pa comer comida de verdá y darle un poco por saco a mis viejos, ya sabéis, sacarles la pasta y las joyas, lo normal. Tú, motero, lárgate, no vuelvas por aquí y no hables con nadie, pero con nadie, nunca jamás en tu vida ¿Vale? ¿VALE?
―Correcto, oh, violentísimo Junker. Ni he leído nada ni sé nada de nada. Sellado queda. Por mi honor.

Míster Chatarra se fue correteando con los pasos cortitos de sus botas militares y, en cuanto se perdió de vista, Arturo le contó a todos los demás Junkers que Adelio (nada de "Moe") tenía una madre más fea que un suplicio medieval, que además era asistente social y abogada. Los días de Adelio entre los Junkers estaban contados. Tal vez lo estuvieran sobre la faz de la tierra, incluso.

Mientras, el Percebe sufría enormemente. Si conducía más lento, el estar en el coche con la Ragnell duraría más. Si conducía más rápido, llegarían antes a la casa y allí... Si conducía mucho más rápido, tal vez se mataran: Esa última opción quizás no fuera tan mala. Estaba a punto de poner a trescientos kilómetros por hora a su coche por la Castellana cuando Lidia Ragnell le dictó una orden taxativa.

―Para aquí.

El Percebe detuvo el coche cuyo poderoso motor ronroneaba como una pantera negra que se ha comido tres docenas de aves del Paraíso.

―Ahora puedo hacerte el hombre más feliz del mundo.
―Ah. ¿Puedo bajarme ya del coche y darme el piro?
―No, cretino. No me calientes los cascos que te meto.
―¿Entonces?
―Puedo ser para ti la mujer más bella. Para siempre.
―Anda. ¿Y cómo?

Lidia Ragnell señaló con un golpe de su gorgónica cabeza al establecimiento a cuyas puertas se había detenido el coche. Era una clínica de la cadena Congregación Dermoplástica.

―¿Traes la visa oro de tu puñetero padre?

A las puertas de la clínica, un médico se fumaba un canuto, obligado por las nuevas leyes ministeriales a pagar su vicio con intermitentes destierros de su lugar de trabajo. Cuando vio que los que eran ocupantes de ese coche millonario descendían del mismo y se dirigían a su cínica, se le cayó la toba de los labios. Cuando, al acercarse más, vio la cara de la Ragnell, sintió un calor imparable subiendo desde el esternón a la garganta. Algo parecido a la felicidad, tal vez.

La orden que inmovilizaba las cuentas del concejal de urbanismo llegó a la mañana siguiente, es decir, felizmente tarde para Lidia Ragnell y nuestro valiente Percebe. El fiscal general del estado no dio más importancia a los setenta y dos mil euros recién egresados de la cuenta, una insignificancia comparada con los muchos otros miles que el concejal se había gastado en Tailandia en los últimos meses.

Lidia Ragnell, bellísima, con un cuerpo perfecto y voluptuoso, sin varices ni bigotes, amó eternamente al Percebe hasta que a éste se le acabó el crédito en el banco, evento inevitable al no recibir más subsidios de parte de su encarcelado padre. Es decir, que Lidia Ragnell amó eternamente al Percebe durante quince días. Después, haciendo buena la respuesta que Arturito le había llevado a los Junkers, le dio una patada en el culo al pobre idiota, se divorció de su marido y logró que le concedieran a él la custodia de su hijo Adelio, que tuvo que vender uno a uno sus piercings para tener un platito que llevarse a la boca.

Arturo no quiso volver a hablar del asunto. Cuando alguien le comentaba algo al respecto se salía siempre por la tangente con una elegancia regia.