16 septiembre 2011

El andén de nieve

En un tren de madera siempre puedes encontrarte con un soldado alemán. Y puedes tener que saltar sobre la nieve si has olvidado tu pasaporte. Entonces te hallarías en medio de una Europa en guerra, con el tobillo torcido perdido en un bosque de niebla. Por eso ahora no los hacen así. No sería cómodo para los viajeros.

Desde los tiempos del Union Pacific las compañías ferroviarias se vienen enfrentando a esta clase de prodigios. En secreto, han ido eliminando sin sembrar la alarma aquellos que, tras sesudos estudios en torreones alejados del mundo, se probó que dependían de trivialidades prescindibles. Así, sustituyendo materiales, esquivando poblaciones fantasmas, trastocando continuamente los horarios, bendiciendo las máquinas en el momento de su botadura, cambiando bruscamente la velocidad y hasta el sentido de la marcha se consiguió acabar con los más espectaculares sobreviviendo sólo, muy de tarde en tarde, alguna excepción que confirma la regla de la normalidad de forma y manera que no falta quién, si quiere contarlo, tiene que regresar en barco de su modesto viaje a Leganés. No obstante, después de tantos años, es poco probable, a decir verdad, sufrir a bordo de un tren de nuestros días un ataque comanche o vivir una aventura con los correos del zar. Me lo dijeron con nostalgia.

Frío de Vivir, de Carlos Castán.
Salamandra, 2004.