31 enero 2007

He descubierto que la mayor parte de las bellezas del viaje

nacen de las extrañas horas que guardamos para verlas.

William Carlos Williams, January Morning


Las extrañas horas que guarda el viajero

Los mercados nunca descansan,

siempre guardan un punto de agitación.

Tripas de cerdo, titanio, trigo de invierno.

Éter electromagnético sazonado de fotones.

Tesoros escupidos por computadores Unisys A-15J

a través del firmamento,

quedamente entre cúmulos tormentosos

y aviones de pasajeros

mientras éstos viajan a través de la noche

sobre océanos y estepas.


Nebulosas, la rana desova información incandescente

que tiembla en la pinza de Escorpio

por un instante y se dispara

como enorme humo de estorninos

o estrellas nuevas.


Las barcazas de escombros se deslizan lentas estuario abajo.

Las luces del aeropuerto pulsan en la oscuridad de la mañana.

Camiones de comida, propano, corazones torturados.

La epistemóloga, reticente, aparca,

se baja, mira el bordillo, aparca de nuevo.

Trueno de reactores,

peristalsis de grandes capitales.


Qué guapa con su bufanda a cuadros

y fruncido el ceño.

La Ambigüedad y la Razón

encerradas en un tango calmo y feroz,

y si no, por qué no.




August Kleinzahler
(Jersey City, EEUU, 1949), The strange hours travelers keep, del libro del mismo nombre (2004).

[Mi traducción, para Adb]
-Inclinémonos ante Dios, que nos envió esta muerte- oí como les decía a las pocas personas congregadas en el cementerio, que se apiñaban para caber en la sombra de una acacia raquítica.
-Démosle las gracias, sí, démosle las gracias. Porque la muerte nos libera de las pasiones perniciosas, de las aspiraciones ridículas y de las búsquedas vacuas. ¿Sabéis qué representan todos aquellos anhelos que nos encienden? Nada, no son nada. La muerte no sólo alcanza a aquellos que han muerto. Deja al desnudo la nimiedad de los vivos, les recuerda que no son más que cenizas. La muerte es grande, porque es comprensiva e indulgente. Ve nuestras limitaciones, nuestra torpeza, nuestros pecados, y aún así nos espera con los brazos abiertos, a todos. Es condescendiente, pues a pesar de nuestra culpa, nos invita a su reino, un reino que es eterno, y sólo desea una cosa, ¡que entremos en él!
Miré a la gente que me rodeaba, ¿habrá entendido alguno de ellos las palabras del pastor? Cercaban el hoyo, silenciosos, tristes, frotándose las caras, viejas y sudorosas.

Ryszard Kapuściński (Pinsk, Bielorrusia, entonces parte de Polonia, 1932 - Varsovia 2007), Lapidarium IV

25 enero 2007

Ahora está lejos. Yo también estoy lejos de todo, de mi trabajo, de mis obligaciones, de mi conciencia y de mí. Me siento ajeno a todo. Resulta cómodo sentirse extranjero respecto de uno mismo. Como el extranjero famoso, yo también podría cometer un crimen a pleno sol y me daría igual. Salvo que mi madre vive todavía y espera a que vaya a visitarla a su vieja casa de la almedina de Fez, donde todo se viene abajo y las piedras se amontonan, deshaciéndose. Fez es una herida. Cada vez que emprendo el camino de la almedina, siento que me invade una rabia que viene de lejos. La ciudad de mi infancia tiene el cuerpo deforme y el alma fatigada. Sólo sirve para los turistas que se quedan extasiados ante el desgraciado artesano que simula trabajar el cobre. Allí se ruedan películas sobre la Edad Media, o lo que sea; en todo caso, sobre el pasado. Me siento tan ajeno allí como ahora mismo. Afortunadamente no hay nadie en casa. Necesito estar solo. Sería incapaz de conversar o de responder a cualquier pregunta.


El hombre roto, de Tahar Ben Jelloun (Fez, 1944)
Traducción de Malika Embarek López

22 enero 2007

Dos poemas de Holan


Resurrección.

¿Qué después de esta vida tengamos que despertarnos un día aquí
al estruendo terrible de trompetas y clarines?
Perdona, Dios, pero me consuelo
pensando que el principio de nuestra resurrección, la de todos lo difuntos,
lo anunciará el simple canto de un gallo...

Entonces nos quedaremos aún tendidos un momento...
La primera en levantarse
será mamá... la oiremos
encender silenciosamente el fuego,
poner silenciosamente el agua sobre el fogón
y coger con sigilo del armario el molinillo de café.
Estaremos de nuevo en casa.


Al conocer al hombre.

No me causó horror el demonio
desde la uña de la noche hasta la zarpa de la mañana

y no me asustó el ángel
al pintarse a sí mismo en sí mismo.

El Dios antiguo en su montón de estiercol
no despertó mi miedo.

Las fieras eran mansas vistas desde muy cerca.
El insecto no alteraba los sentimientos.

Desconfiado, yo me volví salvaje
al conocer al hombre.



Vladimir Holan (Praga 1905 - 1980)
de su obra Dolor
Traducción de Clara Janés (Hiperión)

17 enero 2007

Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan a domicilio con la silla adecuada, los estantes de diccionarios u enciclopedias, y ahora tal vez, con el ordenador. Y luego están estos otros, como yo, que quedan paralizados por el domicilio. Para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, o que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstói, que trabajaban en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe, en su cabaña; Proust, en la habitación tapizada de corcho. Por otra parte, entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero en Massachusetts lo echó a perder, o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o por necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra, y el último en una prisión en Siberia.
Por lo que me atañe (y por lo que me valga), he intentado escribir en lugares tan variados como una choza de barro
africana (con una toalla mojada en la cabeza), un monasterio del Monte Athos, una colonia de escritores, una casucha en el páramo y hasta una tienda. Pero no bien llega la tormenta de arena , o comienza la estación lluviosa o un martillo pilón destruye toda esperanza de concentrarme, me maldigo y pregunto ¿qué estoy haciendo aquí, por qué no estoy en mi torre?

Una torre en la Toscana, de Bruce Chatwin (Sheffield, Yorkshire, Reino Unido 1940 - Niza 1989)

09 enero 2007

Tengo una enorme colección de amantes.
Me consuelan y me aman y con ellos mi ego
se expande y extramuros alcanza la azotea.
Cuando estoy con cualquiera de ellos,
o con todos a la vez, siento la pesada carga
de millones de pupilas subidas a mi grupa,
y a mi oído lo acosan millones de improperios,
se habrá visto niña más desvergonzada / pobrecita,
Dios le libre del problema que suponen / habría
que encerrarlas a todas. Languidezco.
Quiero volar y volar y volar como Campanilla
-blanco y radiante cuerpo celestial,
pequeño cometa, pequeño cometa-
de la mano mis amantes, que dicen cosas bonitas
como estigma, princesa, miss cabello bonito, asteroide.

Todo sea por mis amantes, que no son dignos de elogio:
son minúsculos, y redondos, y azules,
azules o blancos, o azules y blancos,
y su boquita de piñón es invisible,
y para besarles introduzco a los pitufos
en mi boca, y para gozar de ellos
los trago, porque me sé mantis religiosa.
Quién soy, quién soy, ni siquiera sé quién soy.
Sólo los necesito cuando me desdoblo en dos,
cuando mi ego se encoge incomprensiblementee intramuros alcanza un punto mínimo,
cuando lloro demasiado o río demasiado,
y entonces los llamo y ellos,
decidme vosotros
quién soy, mi pequeño y urgente consuelo,
se adentran en mi boca sin dudarlo, complacidos,
y me recorren por dentro, y al fin sonrío, soy,
sonrío tras sus cuatro, cinco, seis besos azules,
un balanceo en mi regazo, la sonrisa desencajada,
quién soy ahora, quién soy realmente ahora,
quizá sea una muñeca de trapo, me toman prestada,
sonrío con sus besos fríos color pitufo, color papá pitufo,
besos de colores, ligero toque frío y plástico en mi lengua,
quién soy ahora, quién soy realmente ahora.

Les (sic) comparto con muchas otras, Sylvia, Anne,
ay mis amantes pluriempleados, no lo he dicho,
mis amantes que son minúsculos, redondos y azules,
apuestos príncipes de un cuento de hadas,
cuando hago como que duermo
creen que soy la Bella Durmiente,
y entonces quiebran el relato y me besan,
y son como cualquier beso que lo es para dormirse,
buenas noches pequeñas plásticas azules y blancas,
quién soy, ya no quiero responder, no sé quién soy,
y contradigo el cuento y mi sueño es más profundo,
y no quiero despertar, no quiero, sólo quiero más
besos azules, quién, besos blancos,
besos porque mi ego tambalea en el centro de mi estómago,
quién soy, besos redondos o cilíndricos,
no importa quién soy, quién soy realmente,
falo químico para mi sonrisa, quién soy ahora,
falo químico de colores para mi cabeza baja.

Elena Medel (Córdoba, 1985), Mi primer bikini (2002)