30 agosto 2008

Nuevo libro de Lara Moreno en Tropo


La mujer


Tú venías con la cara manchada de ojos y tonterías. Yo te recibí inmersa en tus huecos oculares, decididamente abocada a terminar contando de forma estúpida la totalidad de tus pestañas. Todo eso en una tarde de finales de agosto. El mes de julio yo lo había ocupado en deshacer ciertas nostalgias inventándome otras, y tú en desempapelar tu vida de forma involuntaria. En tus ademanes siempre pareció que lo hacías todo sin querer, como resignado a los movimientos de la vida, al asfixiante nudo al que todos estamos atados. Te conocía desde hacía tiempo, eso ya lo sabes. Pero nunca te vi desde tan cerca. Dabas vértigo, a pesar de que yo estaba pausada, coartada, amarrada a varias pasiones no traumáticas que me habían desterrado del anonimato que da el desamor: ese dolor tan vulgar. Alguna que otra casualidad (el robo en Noruega de un cuadro de Munch a manos de un ladrón armado) nos unió de forma no duradera, pero esporádicamente eterna. Por aquellos tiempos yo solía recibir proposiciones indecentes y bailaba descalza entre los dos altavoces de mi equipo de sonido, en una atalaya improvisada. El mundo rodaba encima de nuestras cabezas de forma criminal, pero nos empeñábamos en morder sólo el lado bueno de la sandía. El rojo, siempre el rojo. En eso llegaste tú, ya te digo. Yo guardé mis armas de fuego y te llevé al mar. Tú te dejaste hacer, porque en el fondo lo hacías todo. Me encrucijabas. Tu improvisación en mi vida fue como algo cuidadosamente escrito desde los tiempos del látigo y la ruina, como la sorpresa que uno espera y teje, y teje, y traga. Y llega. De todos modos sabes que ésta no es mi historia, sino la tuya. Yo sólo presté la piel y otras cosas más importantes.

Te llevé al mar; pero antes estuvimos horas detenidos, como si estuviéramos solos, con esa forma de estar de los hermanos, de los espejos enfrentados, haciendo de los minutos una partida ganada, mirándonos de vez en cuando, tocándonos casi siempre, convirtiéndolo todo en sexo: la clavícula mojada, el bandoneón de la canción número quince, las gafas, los cojines del sofá, las baldosas calientes del suelo del tercer piso, letras de Neruda, los anillos de nuestros dedos, la criptografía de nuestros cuerpos.
Orgasmos, al fin y al cabo, que nos dieron un poco de vida, aunque nos supieran a muerte (por eso quizá lloré, no te asustes: también sé llorar de placer). Estuvimos horas detenidos, electrocutados, siendo sólo lo que éramos. Ni más ni menos de lo que éramos. Haciéndonos caso.
Luego te llevé al mar.
Supe que tenías sed. Pero supe, también, que tu boca es un barco inmóvil que no se sacia nunca. Tú del mar no sabías nada. El mar de mí lo sabe casi todo. Te dejé en la orilla y me senté a observar sobre una duna que nunca cambió de sitio; no quise despedirme otra vez. Sabía que volveríamos a vernos.

Extracto del libro Cuatro veces fuego de Lara Moreno, que publicará Tropos en septiembre

21 agosto 2008

La belleza incomunicable

Una noche tuve una revelación. Desplomada en el sofá estaba leyendo un cuento de Colette titulado "la cera verde". Aquella historia no venía a contar nada concreto: una joven muchacha lacraba unas cartas. Sin embargo, aquel relato me cautivaba sin que pudiera explicarme por qué. A la vuelta de una frase que no aportaba demasiadas informaciones suplementarias, se produjo un fenómeno increíble: un influjo recorrió mi columna vertebral, mi piel se estremeció, y pese a la temperatura ambiental de treinta y ocho grados, se me puso la carne de gallina.

Estupefacta, releí el fragmento que había producido aquella reacción, intentando descubrir su origen. Pero allí solo se hablaba de cera en fusión, de su textura, de su olor: o sea de nada. ¿Entonces por qué aquella emoción espectacular?

Acabé por averiguarlo. Aquella frase era hermosa: lo que había ocurrido era la belleza.

Por supuesto que me acordaba de los discursos de los profesores: "Analizad el estilo de este escritor", "Este poema está muy bien escrito, por ejemplo la vocal tal aparece cuatro veces en el verso", etc. Semejantes disecciones resultan tan pesadas como un enamorado detallando a un tercero los encantos de su bienamada. No es que la belleza literaria no exista: solo es que es una experiencia tan incomunicable como los encantos de la Dulcinea para quien no es sensible a los mismos. Hay que apasionarse uno mismo o resignarse a no entender nunca nada.

Para mí, aquel descubrimiento equivalía a una revolución copernicana. La lectura constituía, junto con el alcohol, la parte esencial de mis días: en adelante, sería la búsqueda de esa insoluble belleza.

Amélie Nothomb, Biografía del hambre, traducido para Anagrama por Sergi Pàmies

05 agosto 2008

Ejercicio de Mendicidad

Nos ponemos ropa sucia y desgarrada, nos quitamos los zapatos, nos ensuciamos la cara y las manos. Vamos a la calle. Nos quedamos quietos y esperamos.
Cuando pasa algún oficial extranjero ante nosotros, levantamos el brazo derecho para saludar y tendemos la mano izquierda. A menudo, el oficial pasa sin detenerse, sin vernos, sin mirarnos.
Al final uno de los oficiales se para. Dice algo en un idioma que no entendemos. Nos hace preguntas. No le respondemos, nos quedamos inmóviles, con un brazo levantado y el otro tendido hacia delante. Entonces se resbusca en los bolsillos, pone una moneda y un trozo de chocolate en nuestras palmas sucias y se va, meneando la cabeza.
Continuamos esperando.
Pasa una mujer. Tendemos la mano. Ella dice:
-Pobres pequeños. No tengo nada que daros.
Nos acaricia el pelo.
Nosotros decimos:
-Gracias.
Otra mujer nos da dos manzanas, otra unas galletas.
Pasa una mujer. Tendemos la mano, ella se detiene y dice:
-¿No os da vergüenza mendigar? Venid a mi casa, tengo trabajos fáciles para vosotros. Cortar la leña, por ejemplo, o restregar la azotea. Sois bastante mayores y fuertes para eso. Después, si trabajáis bien, os daré sopa y pan.
Nosotros contestamos:
-No queremos trabajar para usted, señora. No nos apetece comer su sopa ni su pan. No tenemos hambre.
Ella pregunta:
-¿Y entonces por qué mendigáis?
-Para saber qué se siente y para observar la reacción de las personas.
Ella grita, al irse:
-Golfillos asquerosos! Qué impertinentes!

Al volver a casa, tiramos en la hierba alta que bordea la carretera las manzanas, las galletas, el chocolate y las monedas.
La caricia en el pelo es imposible tirarla


Agota Kristof nació en Csikvand, Hungría 1935
Este capítulo pertenece a El gran cuaderno 1987

04 agosto 2008

Cuando Florentino Ariza la vio por primera vez, su madre lo había descubierto antes de que él se lo contara, porque perdió el habla y el apetito y se pasaba las noches en claro dando vueltas a la cama. Pero cuando empezó a esperar la respuesta a su primera carta, la ansiedad se le complicó con cagantinas y vómitos verdes, perdió el sentido de la orientación y sufría desmayos repentinos, y su madre se aterrorizó porque su estado no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera. El padrino de Florentino Ariza, un anciano homeópata que había sido el confidente de Tránsito Ariza desde sus tiempos de amante escondida, se alarmó también a primera vista con el estado del enfermo, porque tenía el pulso tenue, la respiración arenosa y los sudores pálidos de los moribundos. Pero el examen le reveló que no tenía fiebre, ni dolor en ninguna parte, y lo único concreto que sentía era una necesidad urgente de morir. Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera. Prescribió infusiones de tilo para entretener los nervios y sugirió un cambio de aires para buscar el consuelo en la distancia, pero lo que anhelaba Florentino Ariza era todo lo contrario: gozar de su martirio.


El amor en los tiempos del cólera (1985)

Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928)