29 marzo 2009

Tras una suspensión del tiempo, Martín se da cuenta de su acción y despega sus labios de los otros labios. Rosella aún entreabre la boca y estira el cuello como si se hubiera detenido el chorro de la fuente en que bebía. «Teatro...», sigue pensando Martín, mientras se sienta. Rosella apaga la vivacidad de sus ojos, se vuelve a dibujar la peca sobre el labio y, como lamentando mucho la situación, dice:

-A mí me gustan los hombres mayores...

-Pues mira qué bien... -murmura Martín, en español y con cierto enfado. Y piensa: «Esa pequeña descarada también le tendrá echado el ojo a alguna eminencia».

Pero a Martín se le escapan los motivos de la muchacha. Si ella canta en francés es para mostrar las enseñanzas de su antiguo maestro; si se pinta una peca, o adelanta el pecho como si lo catapultase, es para que él se dé cuenta de que ya no es una niña. Y esa, y no otra, es también la causa de que eluda cualquier muestra de candor. En resumen, Martín no ha entendido nada. Por eso le sorprende el desgarro de Rosella cuando a un punto de la indignación, exclama:

-¡Tú eres mayor...! Stronzo!

Y será entonces cuando Rosella comprenda toda la ignorancia del pánfilo, ya que se aproxima a él y susurra:

-No te preocupes, yo te enseño.

Llegado a este punto, y por discreción, nuestro relato sale a respirar el aire del atardecer romano; no muy grato casi nunca, hay que decirlo. Esa tarde, empero, el cierzo ventila los olores de aguas estancadas, mientras hace caer con golpes sordos sobre hierba y losa las naranjas que Rosella no recoje. Un ganso negro abandona los restos de un carruaje encallado en el fango del río y sobrevuela a ras de agua el curso del Tíber, esquiva las naves ancladas en Ripa Grande, desaparece bajo un puente, reaparece y se vuelve un punto entre remolinos a la altura del castillo de Sant'Angelo. Repican las campanas de San Crisogono, cuyo sonido predomina sobre las de Santa Maria y Sant Pietro in Montorio, y el simultáneo revuelo de todas las iglesias de Roma. Cerca de las cornisas, donde la hierba no alcanza, refulgen el amarillo y el ocre, y al volver la calma, todo es más nítido: el relincho de los caballos, el gruñido de los cerdos, el zumbar de las moscas, los pasos veloces. Un golpe de viento dispersa con fuerza el humo de las chimeneas y lo empuja por callejones con tenebroso sonido. Muchos años después, esos rumores, simulando mencionar un nombre, engañarán el oido de los que siempre están dispuestos a creer lo inverosimil, la locura supersticiosa que alivia la falta de ingenio. Poco habrá servido de nada.


(Francisco Casavella, Lo que sé de los vampiros, 2008)

2 comentarios:

NáN dijo...

Vaya capacidad de descripción. Lo veía todo.

david dijo...

A eso iba yo, a eso iba yo: la descripción es brutal.

Este tipo me está volviendo loco con esas descripciones, con un estilo la mar de rebuscado y, por llamarlo de alguna manera, barroco, que a la vez es un pozo de sarcasmo y de ironía.

Lástima que el hombre se muriera el año pasado, justo cuando van y le dan el Nadal.