17 mayo 2010

Mi encuentro con Felisberto

(Para Nano)


Yo nunca tuve mucha confianza en mi cuerpo, ni siquiera mucho conocimiento de él. Mantenía con él algunas relaciones que tan pronto eran claras u oscuras; pero siempre con intermitencias que se manifestaban en largos olvidos o en atenciones súbitas. Lo conocían más los de mi familia. En casa lo habían criado como a un animalito, le tenían cariño y lo trataban con solicitud. Y cuando yo emprendía un viaje me encargaban que lo cuidara. Al principio yo iba con él como con un inocente y me era desagradable tener que hacerme responsable de su cuidado. Pero pronto me distraía y era feliz. En mi casa podía estar distraído mucho tiempo: ellos me cuidaban el cuerpo y yo podía enfrentarme a lo que me llegaba a los ojos: los ojos eran como una pequeña pantalla movible que caprichosamente recibía cualquier proyección del mundo. Y también podía entregarme a lo que me venía a la cabeza, que también eran recuerdos de los ojos o inventos de ellos. Esto lo podía hacer hasta cuando caminaba, porque si me dirigía adonde no debía, en mi casa se ponían delante o abrían los brazos y mi cuerpo se daba vuelta y se iba para otro lado. Estando lejos de mi casa mi cuerpo podía tirarse a un abismo y yo irme con él: lo he sentido siempre vivir bajo mis pensamientos. A veces mis pensamientos están reunidos en algún lugar de mi cabeza y deliberan a puertas cerradas: es entonces cuando se olvidan del cuerpo. A veces el cuerpo es prudente con ellos y nos los interrumpe: se limita a mandar noticias de su existencia cuando está cansado, cuando está triste o cuando le duele algo. Yo no sé quién lleva estas noticias ni qué caminos ha tomado para llegar a la cabeza. El recién llegado llama suavemente, empuja la puerta donde los pensamientos están reunidos, e inmediatamente el que va se transforma en otro pensamiento: este se entiende con los demás y da la noticia: allá lejos, en un pie, una uña está encarnada. Al principio los otros pensamientos no hacen caso al recién llegado, le dicen que espere un momento y hasta se enojan con él; pero el recién llegado insiste, y los otros tienen que suspender la reunión de mala gana y hacer otra cosa: tienen que volverse otros pensamientos y preocuparse del cuerpo. El cuerpo, a su vez, tiene que molestar a todas las demás regiones; entonces todo el cuerpo se levanta, va rengueando a calentar agua, la pone en una palangana y por último mete adentro la uña encarnada. Después vuelven los pensamientos a ser otros, a ser los que estaban reunidos a puerta cerrada y se olvidan del cuerpo y de la uña que ha quedado dentro de la palangana.

Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay, 1902-1964)
Extracto del cuento "Tierras de la memoria", recogido en este caso en Cuentos reunidos, editorial Eterna Cadencia, 2009.

6 comentarios:

NáN dijo...

Qué maravilla Lara. Muchísimas gracias. Es como si me estuvieran explicando lo que a veces es mi mecanismo interior. Y qué ojo el tuyo, amiga.

Nunca lo había leído, pero ahora tendré que hacerlo.

Unknown dijo...

Lo vi claro, compañero.

No te lo pierdas, yo tampoco lo conocía y me estoy acabando ese libro que cito; es uno de los grandes de Uruguay, más desconocido de lo que debiera, particular, único.

Portarosa dijo...

Para mí, completamente desconocido.

Qué contraste, el de los pensamientos y la uña en la palangana, por Dios.

Me ha chocado es que atribuya la tristeza a algo propio del cuerpo.

Saludos a ambos, a compañía.

Portarosa dijo...

"Me ha chocado que atribuya la tristeza al cuerpo", quería decir...

Unknown dijo...

Hola, Portorosa!

¿Crees que el cuerpo no tiene momentos tristes? Yo creo que tantos. Para empezar, uno muy literaturizado.

Un beso!

Portarosa dijo...

Hola, Lara.
Desde el momento en que creo que todo (mente incluida) es cuerpo, la disquisición pierde un poco de sentido. Como siempre, habría que empezar dejando claro qué entiende cada uno por cada cosa.
Pero no sé a qué momento te refieres...

Besos.