Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez. ¿Quién eres?¿Qué has querido de verdad?¿Qué has sabido de verdad?¿A qué has sido fiel o infiel?¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía? Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera.
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Son muy pocas las personas cuyas palabras concuerdan con su existencia. La gente acaba aprendiendo la verdad, adquiere experiencias, pero todo ello no sirve de nada, puesto que nadie puede cambiar de carácter. Quizá no se pueda hacer nada más que esto en la vida: adaptar a la realidad, con inteligencia y con atención, esa otra realidad irrevocable, el carácter personal. Y sin embargo, así tampoco seremos más sabios, ni estaremos más resguardados frente a las adversidades.
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Quien sobrevive a algo no tiene derecho a levantar ninguna acusación. Quien sobrevive ha ganado su propio juicio, no tiene ningún derecho ni ninguna razón para levantar acusación alguna: ha sido el más fuerte, el más astuto, el más agresivo.
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Ya no quedaba más que la espera y la venganza, y ahora que ha llegado el momento de la venganza y que la espera ha terminado, me doy cuenta con sorpresa de lo insignificante y vulgar que resulta todo lo que nos podemos contar, confesar o mentir: uno no puede sino aceptar la realidad. Yo ya he aceptado la realidad. Y el fuego purificador del tiempo ha extraído de mis recuerdos toda ira.
El último encuentro. Sándor Márai
Traducción de Judit Xantus Szarvas
Salamandra, 1999.
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