05 noviembre 2007


Se acordó de cuando estuvo solo en Constantinopla, tras reñir con ella en París y marcharse. Había ido de putas sin parar, y cuando acabó, y vio que no conseguía matar la soledad, sino empeorarla, le escribió a ella, a la primera, a la que le dejó, una carta en la que le decía que nunca había sido capaz de matar la soledad... Que una vez creyó haberla visto delante del Regence y le vino un mareo y una náusea, y que cuando iba por el bulevar y veía a una mujer que se le parecía un poco se ponía a seguirla, temiendo descubrir que no era ella.


Ernest Hemingway, Las nieves del Kilimanjaro, Cuentos, Lumen, 2007. Traducción de Damián Alou.

3 comentarios:

Miguel Marqués dijo...

Lo conocí en Bruselas, en un bar polvoriento. No parecía él. Vino a hablarme de toros porque me había oído hablar en español. Toda una tarde me tuvo allí, desgajando historias imposibles, antediluvianas, con un aire soberbio sobre el que no supe qué juzgar. No supe reconocerle, pero era él. Terminamos borrachos y contándoles chistes de toreros a las camareras en francés. Está vivo: me regaló un libro que maltraté. Todo este tiempo, me doy cuenta, le he estado echando un poco de menos cada vez. Aunque fuera un tío insoportable.

Anónimo dijo...

Creí haberla visto...
pero seguía siendo la soledad

Lara dijo...

No lo leo desde chica, pero si eso también es él, uf.