27 diciembre 2007

Me parecía que ya había visto antes el antiguo atardecer del sendero; los prados, las rocas y las amapolas de pronto me hacían revivir la estruendosa corriente con el tronco que servía de puente y el verdor del fondo, y había algo de indescriptible en mi corazón que me hacía pensar que había vivido antes y que en esa vida ya había recorrido el sendero en circunstancias semejantes acompañado por otro bodhisattva, aunque quizá se tratara e un viaje más importante, y tenía ganas de tenderme a la orilla del sendero y recordar todo eso. Los bosques producen eso, siempre parecen familiares, perdidos hace tiempo, como el rostro de un pariente muerto hace mucho, como un viejo sueño, como un fragmento de una canción olvidada que se desliza por encima del agua y más que nada como la dorada eternidad de la infancia pasada o de la madurez pasada con todo el vivir y el morir y la tristeza de hace un millón de años, y las nubes que pasan por arriba parecen testificar (con su solitaria familiaridad) este sentimiento, casi un éxtasis, con destellos de recuerdos súbitos, y sintiéndome sudoroso y soñoliento me decía que sería muy agradable dormir y soñar en la hierba. A medida que subíamos nos sentíamos más cansados, y ahora, como dos auténticos escaladores, ya no hablábamos ni teníamos que hablar, y estábamos alegres y de hecho, Japhy lo mencionó volviéndose hacia mí tras media hora de silencio:

- Así es como más me gusta, cuando no se tienen ganas ni de hablar, como si fuéramos animales que se comunican por una silenciosa telepatía.

Y así, entregados a nuestros propios pensamientos, seguimos subiendo; Japhy usando ese paso que ya he mencionado, y yo con mi propio paso, que era corto, lento y paciente, y me permitía subir montaña arriba kilómetro y medio a la hora; así que siempre iba unos treinta metros detrás de él y cuando se nos ocurría algún haiku ahora teníamos que gritárnoslo hacia atrás o hacia delante.

[…]

Con las playeras me resultaba facilísimo bailar ágilmente de piedra en piedra, pero al cabo de un rato noté que Japhy hacía lo mismo con mucha más gracia y que se movía sin esfuerzo de piedra en piedra, a veces bailando deliberadamente y cruzando las piedras de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y yo traté de seguir sus pasos durante unos momentos, pero en seguida comprendí que era mejor que eligiera mis propias piedras y me dedicara a mi propia danza.

- El secreto de este modo de escalar – dijo Japhy – es como el zen. No hay que pensar. Hay que limitarse a bailar. Es la cosa más fácil del mundo. De hecho más fácil todavía que caminar por el terreno llano, que resulta tan monótono. Se presentan pequeños problemas a cada paso, y sin embargo, nunca dudas y te encuentras de repente encima de otra piedra que has elegido sin ningún motivo especial, justo como el zen. – Y así era.

Ya casi no hablábamos. Los músculos de las piernas se cansaban. Pasamos horas, quizá tres, subiendo por aquel valle tan largo. Por entonces llegó el atardecer y la luz se iba poniendo color ámbar y, eso, en lugar de asustarte, te proporcionaba una nueva sensación de inmortalidad.


Los vagabudos del Dharma (1958), de Jack Kerouac (Lowell, Massachussetts, 1922 - St. Petersburg, Florida, 1969)
Traducción de Mario Antolín Rato

7 comentarios:

NáN dijo...

Vale, de acuerdo que luego descubrimos que Burroughs era el bueno, y en poesía Allen Ginsberg y Corso y Ferlinghetti, pero este llegó tarde, para editarlos, y además era mayor que ellos.
(¡¿Qué pasa con ser mayor?! ¡Vaya cuento!)

Pero el que nos abrió la vida entonces fue Kerouac. Fue una pancarta enorme que daba la vuelta al mundo y decía que viviéramos como quisiéramos.

Hablo de hace más de 40 años, pero hablo para decir cosas buenas de cómo con En el camino, primero, y después con Los vagabundos del Dharma, los pobres paletos de provincias de un país que era gris como la piel de sus guardias, nos emocionamos y dijimos ¡a la mierda!

La primera de las novelas ensanchó nuestros límites como si hubiera estallado un big bang en el centro. La segunda, para alguien como yo, que llevaba años meditando sin saber lo que era eso, me mostró que había un pensamiento que unía todo, que tenía algo de "religioso", pero que tú elegías si eras casto como un palomo cojo o te pasabas el día follando, que podías fumar de todo, beber de todo, sacarle la lengua a todos (y meterla a algunos).

Me basta con lo que has puesto para el éxtasis neuronal, pero no voy a releer los libros, por si acaso. Llevo esa joya dentro de mí, todavía palpitante. No quiero encontrame pensando tonterías de "aquí hay un fallo de estructura". Para mí no era literatura. Era vida. Aunque ya no me atreva a bajar montañas a saltos sin mirar dónde pongo el pie.

Pablo Gutiérrez dijo...

Y que nadie le haya dado réplica a este comentario tuyo... Qué cruel es la navidad. Yo, que parece que soy el único que paso, no me siento con fuerzas para decirte nada que te iguale.

NáN dijo...

Ya irán volviendo, Pablo, pobrecitos, tan del mar y metidos siempre en Madrid.

Tu presencia, que imagino pasar como un fantasma por todas partes, no solo iguala sino que sube la apuesta. No sé si era más fácil ir en coche de la costa Este a San Francisco o dar el salto desde tu mutismo autoimpuesto a aparecer para hacernos compañía a Kerouac, a Miguel y a mí. En cualquier caso: gracias.

Gemma dijo...

Este texto de Kerouac emana paz y comunión con el mundo, desde luego. Como si se tratara de una vuelta a la naturaleza, de recuperar para el presente el mito del buen salvaje.

Por otro lado, me ha gustado leer la vivencia de Nán para comprender su peso e importancia.

¡Feliz año recién estrenado!

Anónimo dijo...

Aquí estoy, llegando tarde, para variar. En una Navidad de ir corriendo-conduciendo a todas partes...

Bailando por la vida, escalando por la vida sin tener claro dónde está la cima, si es que hay una cima o se trata solo de seguir buscando puntos de apoyo y seguir subiendo o avanzando, o andando o desandando. Dando saltos.
Elegir las propias piedras y dedicarse a la propia danza.
Me gusta mucho este fragmento, sí.

No tengo muy claro qué es el zen (hay hasta vajillas que se llaman así), pero está bien eso que dices, Nán, del pensamiento que lo une todo, sin que importe donde o a quien le saca uno o le mete la lengua que culebrea...
Que siga el baile!

Miguel Marqués dijo...

No sabes cuánta ilusión me ha hecho haber destapado todo esto y sacar a la luz algo que ocurrió hace 40 años y que colea. Me emociona, a mi medida.

Sí, creo que fue de On the road de la que dijeron que es el libro que más desmerece leído treinta años después. Tú no leas. Deja que palpite el diamante del sutra, fugazmente, y que vuelva luego a dormir. También me dijeron que lo de Kerouac era más contexto que texto, y eso, entendiéndolo un poco al extremo, es decir lo que tú: que Kerouac es más vida que literatura.

Y yo que creía que había puesto algo demasiado light, vacacional, y sólo porque me hizo crepitar en las primeras páginas del libro porque describía muy de cerca lo que yo mismo soy cuando estoy en la montaña.

Un abrazo de año nuevo a todos, ¡ya estamos de vuelta!

Lara dijo...

Mientras leía este fragmento, sin saber lo que Nán iba a destapar segundos más abajo, sí que te veía a ti, Miguel, saltando de roca en roca con tus playeras (no sé cómo no te resbalas). Y también he visto el silencio, y los metros de distancia entre tú y el que vaya detrás, en algunos casos yo, fotografiándote de lejos subido en una roca a punto de matarte, generalmente. Y es fascinante (leerlo y vivirlo).

Con respecto a Kerouac, creo que he empezado a leer sus libros tarde, demasiado tarde. Pero soy consciente de la vida que emana o emanó, y sobre todo de esos párrafos sueltos, de esos fragmentos, porque tengo que reconocer que sólo lo disfruto a fragmentos, no a banquetes.

Un beso a todos, muy fuerte, muy.