10 diciembre 2007

No conservo ninguna fotografía suya donde quedara un poco bien. Ni siquiera en mi imaginación soy capaz de reproducir su cara con todo detalle. Y sin embargo, el rostro extraño de cualquier extraño atisbado esta mañana entre la multitud puede presentarse ante mí con nítida perfección al cerrar los ojos por la noche. La explicación es bastante sencilla, creo yo. Los rostros de los seres a quien mejor hemos conocido, los hemos visto desde tantos ángulos, bajo tantas luces y dotados de tantas expresiones (paseando, durmiendo, riéndose, llorando, comiendo, hablando o pensando), que todas estas impresiones se nos enmarañan simultáneamente, dentro de la memoria y quedan confundidas en un simple borrón. Pero su voz está todavía viva. Su voz añorada que en el momento menos pensado me puede convertir en un niño que se echa a llorar.


Una pena en obsevación (A Grief Observed), 1961.
Clive Staples Lewis (Belfast, 1898 - Oxford, 1963).

(Versión de Carmen Martín Gaite)

8 comentarios:

kika... dijo...

Siempre me ha impresionado que del dolor más absoluto pudiera surgir un texto tan esclarecedor como este. C.S. Lewis lo escribió tras perder a su esposa, y en lugar de sumirse en el vacío y la desesperanza, fue capaz de conocerse, reconocerse y observar su pena aunando la mirada del científico y el calor de los sentimientos.

Además, me gusta este fragmento porque creo que explica muy bien algunos de los mecanismos de la memoria y el recuerdo, cuyo funcionamiento me parece fascinante.

Lara dijo...

E igual que a su mujer podría estar refiriéndose a su madre, a cualquiera. El final sorprende, la última frase hace, para mi gusto, que el texto se convierta en un minirrelato filosófico de la cotidianeidad.

Bienvenida, Kika!!!! (Cuántas bienvenidas estamos dando, qué gusto.)

Anónimo dijo...

Es cuerioso poder recordar las voces...

kika... dijo...

La voz es muy potente, es la verdadera huella dactilar del ser humano. Inalterable. No hay dos voces iguales: ni siquiera las de los gemelos.

Supongo que de ahí viene su poder de evocación.

(Gracias por la bienvenida, Lara, nos damos un abrazo el miércoles... me hace falta)

Virginia Barbancho dijo...

Yo tengo una teoría particular sobre las caras que no puedo recordar. Creo que es cuestión de las emociones que están asociadas con ellas. Me ha encantado el post.

Nos vemos el miércoles!

Anónimo dijo...

Oye, en serio que no hay dos voces iguales?? Son como huellas dactilares sonoras?? Qué interesante... no tenía ni idea.

Y respecto a las caras... yo creo que recuerdo perfectamente las caras de la gente que me importa, pero a lo mejor lo que recuerdo son más bien sucesiones de gestos. No lo sé...

¿cómo era eso que traía Lara hace unos días???: "la memoria es el deseo satisfecho". Sigamos recordando: caras, gestos, voces, olores, sabores, tactos... lo que sea. Pero recordemos...

NáN dijo...

Un texto claro y que ilumina. Confieso lo que me había inquietado muchas veces el olvido de la cara de los muertos. "Borrón" es la palabra exacta que define ese desrecuerdo. Hasta que de pronto reaparecen, muchas veces con la cara exacta de una fotografía de cuando uno no podía conocerles; y te dices que es él o ella (sabiendo que no es cierto). Como recordar a un actor siempre por su imagen de una película. Como la máscara con la que vas a reconocer para siempre a alguien.

Ahora lo he entendido: el exceso de información produjo el desconocimiento.

Un texto luminoso; toneladas de soledad y desconsuelo en unas líneas que no hablan directamente de lo uno ni de lo otro: ¡literatura!

Anónimo dijo...

Sí, las voces. Las recuerdo casi tan claramente como las caras. A mí me pasa algo curioso con esto: hay caras de amigos de infancia que sigo creyendo ver por la calle aún veinte años después.

Y me parece interesante también, según cuentas, el trabajo de autoanálisis por el que opta el narrador. Siempre pensé que quedarían en este mundo tareas que merecerían la pena, o que al menos mantendrían viva nuestra atención o nuestra voluntad, por muy grande que sea el desastre que nos haya ocurrido. Cuando era pequeño y temía que algo ensombreciera mi vida adulta (algo así como la muerte de mis padres, o la pérdida de la cordura), siempre me consolaba pensando que, por ejemplo, el descampado de enfrente de mi casa hervía de bichos y plantas y piedras y otros objetos interesantísimos, vivos y muertos, a los que podría dedicarme en cuerpo y alma.